el arte en la basura
en agosto del 2004, mi admirado Ignacio Camacho escribió este artículo. Me gustó mucho y lo guardé.
Hoy, buscando otras cosas, me he tropezado con él.
No tiene desperdicio:
EL ARTE EN EL VERTEDERO
Por Ignacio Camacho
HACE unos años, en cierta bienal portuguesa de arte contemporáneo, el jurado le dio el primer premio a un perchero del salón en el que se reunían sus miembros. No fue un error pintoresco; simplemente, los críticos urdieron una travesura con la que poner de manifiesto que aquel simple artefacto funcional tenía mayor lógica y más valor estético que las obras presentadas a concurso, algunas de las cuales incidían en la plaga de las llamadas «instalaciones». Percheros conozco yo más valiosos que ciertas esculturas modernas; sin ir más lejos, Oscar Tusquets y algunos de sus colegas catalanes merecen colgar sus creaciones en los museos que suelen ocupar los tardíos émulos de la creatividad paródica duchampiana. Ocurre en este asunto lo mismo que se suele decir de la poesía: que el primero que comparó a una mujer con una rosa era un poeta, y el segundo, un imbécil. Duchamp metió un urinario de pared en una exposición y fue una genialidad, pero a partir de ahí todas las imitaciones y secuelas no vienen a ser más que gilipolleces destinadas a llamar la atención.
En Londres, y nada menos que en la flamante Tate Britain, esa fabulosa fábrica reciclada a orillas del Támesis, una limpiadora ha tirado a la basura lo que se resultó ser una obra plástica de Gustav Metzger, reputado militante del «arte destructivo» de los sesenta. En realidad, la obra era propiamente una bolsa de basura, con lo cuál la empleada no hizo sino cumplir con su estricto código laboral, aunque sin saberlo acaso perpetrase una demoledora crítica estética. El autor acaso sea el menos sorprendido por la confusión, ya que en el fondo el incidente ha venido a confirmar por vía experimental su teoría sobre la transitoriedad del arte en la conciencia contemporánea.
La cuestión esencial de este asunto tiene que ver con la naturaleza misma de la experimentación. El arte moderno se ha cargado las fronteras entre la reproducción y el original, entre el objeto y su imagen -para qué hablar de la realidad virtual aportada por los ordenadores, que es la verdadera cuarta dimensión-, de modo que bajo el concepto artístico pueden cobijarse, como bajo un paraguas, trozos de realidad que se transforman en arte sólo por su presencia en un contexto. Esto es ya viejo. Magritte tituló su célebre cuadro de la pipa «La traición de las imágenes», porque aquello no era una pipa, sino la imagen de una pipa. Hoy sería correcto exponer una pipa de verdad y dejar que el público interpretase su sentido. Pero cualquiera podría acabar fumándosela para cerrar el círculo de la interactividad. Del mismo modo, si un artista pretende convertir la basura en obra de arte, no se puede quejar de que alguien convierta la obra de arte en basura.
En realidad, ya puestos a especular con el sentido de esta teoría continua del arte objetual, no hay por qué suponer que las bolsas de desperdicios de Metzger sean menos arte en un contenedor de verdad que en un museo. Según las prédicas de la «opera aperta», lo único que habría ocurrido es que, por mediación de la limpiadora, el material artístico ha cambiado de contexto físico y de disposición espacial. Deconstructivismo en estado puro. Yo conocí a un escultor granadino al que reconvirtieron en chatarra ciertas figuras expuestas al aire libre, y no hace mucho en el mismo Londres mandaron al vertedero una «instalación» del polémico Damián Hirst, que consistía en botellas vacías y ceniceros sucios. Es el peligro de las fronteras borrosas que caracterizan al mundo moderno, donde casi nada es lo que parece y todo puede resultar digno de comprensión. Las limpiadoras de los museos aplican ocasionalmente el principio extremo de la física y del arte radical: la materia no se crea ni se destruye, simplemente se transforma.
Pero seguro que a ninguna de las limpiadoras se le pasaría por la mente tirar un Velázquez o un Rembrandt a la basura. Sin duda, por algún prejuicio pequeñoburgués.